Por Daniel Vinuesa
Nuestro rugby femenino atraviesa, probablemente, su mejor momento. Hay hechos objetivos que así lo constatan. Nunca antes había habido tantas chicas jugando ni tantos equipos. Hay más recursos, instalaciones y entrenadores que nunca. Las competiciones han ganado solidez con la DH Iberdrola a doble vuelta y las Series de la Copa de la Reina de Sevens. Las federaciones –territoriales y FER- ponen cada vez más interés y recursos para el desarrollo del rugby femenino. Pero, a pesar de todo ello, las selecciones nacionales femeninas parecen retroceder en sus resultados en las competiciones internacionales.
¿Es contradictorio? ¿Tiene sentido que, cuando mejor hacemos las cosas, peor nos vaya en las competiciones internacionales? Obviamente, la ecuación tiene una variable que se escapa a nuestro control y que es verdaderamente determinante: el trabajo que vienen realizando el resto de países con los que competimos. A pesar de estar mejorando, de ser cada vez más y estar mejor organizadas, la realidad se empeña en mostrarnos que nuestras rivales crecen y mejoran mucho más rápido que nosotras. El reciente Campeonato de Europa sub18 de Seven en Vichy es buena muestra de ello.
El rugby femenino está en franco desarrollo y en fuerte ebullición en un buen número de países, no solo en las tradicionales home nations. Nada sorprendente o inesperado, pues era uno de los efectos que cabía descontar de la entrada en el programa olímpico. Cada vez hay más recursos invertidos en la formación y el desarrollo de las chicas en todo el mundo. Cada vez hay más chicas jugando al rugby y, en consecuencia, cada vez hay mejores jugadoras de rugby.
De Vichy cabe sacar unas cuantas conclusiones. La primera creo que debe ser que, aun siendo el único referente comparativo del rugby femenino previo a las selecciones absolutas, los resultados de un torneo de dos días y cinco o seis partidos de 14 minutos de duración, no deberían ser concluyentes ni tomarse demasiado en serio. Menos aún tratándose de chicas tan jóvenes que se exponen a su primera competición internacional. Del mismo modo que España pudo haber quedado mejor con algo más de suerte, Portugal, que con tres ensayos en sus cuatro primeros partidos se plantó en semifinales, estaba muy lejos de ser la cuarta mejor selección del torneo. Cosas del seven.
Sin embargo, sí hay lecturas interesantes de lo ocurrido. La principal es que, si queremos mantenernos en esa diputa, si queremos que nuestro rugby femenino siga apareciendo en los carteles de los torneos internacionales y dando guerra, hay que mejorar mucho y tomárselo mucho más en serio. La observación del torneo lleva a sospechar que cualquiera de los restantes once contendientes acumulaban mucho más trabajo y entrenamiento que nuestro equipo.
Tal vez hace un par de años podía valer, pero ya no. Acudir a Vichy con cuatro días de concentración y seis entrenamientos, y confiando en el trabajo físico que las chicas hayan podido hacer por su cuenta en verano te aboca a fiarlo todo al talento y el carácter de las jugadoras. Difícil. Muy difícil. Enfrente había equipos físicamente poderosos, en muy buena condición física y bastante más trabajados. El despliegue defensivo de Portugal o la condición física de las holandesas denotaban una preparación larga y exigente, como probablemente corresponda a un campeonato de Europa.
Para una país como España, con tan escasa implantación social del rugby, es necesario compensar con trabajo y con dedicación el inevitable déficit que tenemos en el universo de selección de jugadoras. No es vedad que nuestras cifras de jugadoras sean equiparables a las de países como Irlanda, Gales o incluso Escocia, en los que el rugby tiene un reconocimiento y una presencia cultural del todo incomparable con la nuestra. Al margen de lo que puedan decir las estadísticas al uso, estos países necesariamente multiplican nuestros números de niñas jugando, y lo que es peor, es de esperar que, según pasen los años, esa diferencia no deje de crecer. El equipo irlandés en Vichy mostró unas destrezas y un entendimiento del juego que solo se alcanza con largos años de exposición al rugby en entornos de formación eficientes.
Ante este panorama, a países como España, Portugal, Holanda, Rusia o Suecia solo nos queda el camino de trabajar mucho y muy bien con las pocas –en términos comparativos- niñas que tenemos. La escasez de recursos económicos con los que acometer preparaciones adecuadas para este tipo de torneos debe paliarse con imaginación, ilusión y compromiso. No se trata solo de lograr una mejor clasificación en el torneo. Mucho más importante que eso es inculcar en la élite de nuestras jóvenes jugadoras una cultura de sacrificio y esfuerzo. Jugar con la selección, especialmente en estas edades, debe ser la recompensa, más que al talento o a unas innatas condiciones físicas, a un trabajo duro, a un compromiso individual con la mejora plagado de sacrificios.
Para tener en el futuro leonas competitivas es indispensable que eduquemos a nuestras jóvenes jugadoras en esa dinámica de trabajo y compromiso desde que son detectadas por la FER. Y para ello, el primer paso es que la propia federación abandone ese conformismo con el que afronta estas competiciones y tome conciencia de que se le está escapando el tren. Hay que olvidar los viejos laureles y mirar al futuro con inquietud. Es duro, pero necesitamos movernos mucho más, no ya para avanzar, sino para mantenernos en el lugar que ahora ocupamos. Hacen falta compromisos, ideas, medios y personas. Hace falta un proyecto serio que permita que el buen momento que atraviesa nuestro rugby femenino se transmita a la élite para que ésta siga siendo competitiva en la escena internacional. Hace falta que la FER supere el lamento de la escasez presupuestaria y busque, imagine e invente los caminos para encauzar la ilusión y el compromiso de las chicas hacia la mejora y la excelencia.